16 mar 2012

LOS QUE ABANDONAN OMELAS de Ursula K. Le Guin


"Princess of Omelas" de Noa Eren



Con un repicar de campanas que echaba a volar las golondrinas, el Festival de Verano llegaba a la ciudad de Omelas, torres brillantes junto al mar. En la bahía, chispeaban banderas en las jarcias de los barcos. En las calles, entre casas de tejado rojo y paredes pintadas, entre jardines musgosos y bajo avenidas de árboles, frente a grandes parques y edificios públicos, avanzaban las procesiones. Algunas eran sobrias: ancianos con largas y rígidas túnicas color malva y gris, graves maestres de cada oficio, mujeres apacibles y alegres que llevaban sus niños y caminaban parloteando. En otras calles la música era más rítmica, un trepidar de gongs y panderos, y la gente iba danzando, la procesión era una danza. Los niños correteaban de aquí para allá, y sus chillidos estridentes se elevaban sobre la música y el canto como el vuelo raudo de las golondrinas. Todas las procesiones se dirigían al lado norte de la ciudad, donde en el gran prado llamado Campos Verdes muchachos y muchachas, desnudos en el aire brillante, los pies y los tobillos enlodados, los brazos largos y ágiles, ejercitaban los caballos resoplantes antes de la carrera. Los caballos no usaban ningún arreo, salvo una brida sin bocado. Tenían las crines orladas con banderines plateados, dorados y verdes hacían aletear los ollares y coceaban y alardeaban entre sí; estaban muy excitados, pues el caballo es el único animal que ha adoptado como propias nuestras ceremonias.
Allá lejos, al norte y al oeste, las montañas se erguían casi arrinconando a Omelas contra la bahía. El aire de la mañana era tan límpido que la nieve que todavía coronaba los Dieciocho Picos aún ardía con un fuego oro blanco a través de millas de aire luminoso, bajo el azul oscuro del cielo. Soplaba apenas viento suficiente para que los estandartes que marcaban la pista de carreras chasquearan y flamearan de vez en cuando.
En el silencio de los anchos prados verdes se oía la música serpeando por las calles de la ciudad, más lejos y más cerca y siempre aproximándose, una gozosa y tenue dulzura del aire que de vez en cuando tiritaba y se arracimaba y estallaba en el clamoreo inmenso y alegre de las campanas.
¡Alegre! ¿Cómo se puede nombrar la alegría? ¿Cómo describir a los ciudadanos de Omelas?
Ante todo; no eran gente simple, aunque eran felices. Pero hoy día las palabras de júbilo han caído en desuso. Todas las sonrisas se han vuelto arcaicas. Ante una descripción como ésta uno tiende a hacer ciertas presunciones. Ante una descripción como ésta uno también tiende a buscar al rey, montado en un espléndido corcel y rodeado por sus nobles caballeros;. o quizá tendido en una litera dorada llevada por esclavos musculosos. Pero no había rey. No usaban espadas, ni tenían esclavos. No eran bárbaros. No conozco las normas ni las leyes de esa sociedad, pero sospecho que eran singularmente escasas. Así como se arreglaban sin monarquía ni esclavitud, también podían prescindir de la bolsa de valores, la publicidad, la policía secreta, y la bomba. Sin embargo debo repetir que no eran gente simple, ni bucólicos pastores, ni buenos salvajes, ni utopianos blandos. No eran menos complejos que nosotros. El problema es que tenemos la mala costumbre, alentada por los pedantes y los sofisticados, de considerar la felicidad como algo bastante estúpido. Sólo el dolor es intelectual, sólo el mal es interesante. Esa es la traición del artista: una negativa a admitir la trivialidad del mal y el tedio espantoso del dolor. Si no puedes vencerlos, únete a ellos. Si duele, repítelo. Pero elogiar la desesperación es condenar el deleite, adherir a la violencia es perder de vista todo lo demás. Casi lo hemos perdido; ya no sabemos describir a un hombre feliz, ni celebramos la alegría. ¿Cómo puedo contaros sobre la gente de Omelas? No eran niños ingenuos y felices, aunque es cierto que sus niños eran felices, eran adultos maduros, inteligentes, apasionados, cuyas vidas no eran sórdidas. ¡Oh milagro! Pero ojalá pudiera describirlo mejor. Ojalá pudiera convenceros. Omelas suena en mis palabras como una ciudad de cuentos de hadas, hace tiempo y allá lejos, érase una vez. Tal vez sería mejor si la imaginarais según vuestra propia fantasía, esperando que la ciudad esté a la altura de la ocasión, pues por cierto no puedo conformaros a todos.
Por ejemplo. ¿qué diremos de la tecnología? Pienso que no habría coches ni helicópteros en y sobre las calles; es natural, considerando que los habitantes de Omelas son gente feliz. La felicidad se basa en una discriminación justa entre lo que es necesario, lo que no es ni necesario ni destructivo, y lo que es destructivo. En la categoría intermedia, sin embargo -lo innecesario pero no destructivo, el confort, el lujo, la exuberancia, etcétera-, bien podían tener calefacción central, trenes subterráneos, máquinas de lavar, y toda suerte de artefactos maravillosos aún no inventados aquí, fuentes lumínicas flotantes, energía sin combustible, una cura para el vulgar resfrío. O podrían no tener nada de eso: lo mismo da. Como gustéis. Yo me inclino a pensar que los habitantes de los pueblos costeros de la zona han estado llegando a Omelas durante los últimos días antes del Festival en trencitos muy rápidos y tranvías de dos pisos, y que la estación ferroviaria de Omelas es en verdad el edificio más elegante de la ciudad, aunque más sencillo que el suntuoso Mercado de los Granjeros. Pero aunque haya trenes, temo que hasta ahora Omelas os parece demasiado idílica. Sonrisas, campanas, desfiles, caballos, bah. En tal caso, añádase una orgía. Si una orgía ayuda, no hay por qué titubear. No agreguemos, sin embargo, templos de donde bellos sacerdotes y sacerdotisas desnudas salen casi en éxtasis y prontos para copular con cualquier hombre o mujer, amante o desconocido, que desee unirse con la profunda naturaleza divina de la sangre, aunque ésa fue mi primera idea. Pero en verdad sería mejor no tener templos en Omelas: al menos, no templos con sacerdotes. Religión sí, clero no. Por cierto, las beldades desnudas pueden vagabundear sin más, ofreciéndose cómo manjares divinos para el hambre de los necesitados y la fascinación de la carne. Que se unan a las procesiones. Que los panderos resuenen por encima de las copulaciones, y la gloria del deseo sea proclamada en los gongs, y (un detalle nada baladí) que los retoños de estos deliciosos rituales sean amados y cuidados por todos. Sé que algo no existe en Omelas, y es la culpa. ¿Pero qué más debería haber?
Al principio pensé que no había drogas, pero eso es puritanismo. Para quienes gustan de ello, la dulzura tenue y punzante del druz puede perfumar los caminos de la Ciudad, el druz que primero propicia una gran lucidez mental y agilidad corporal, y al cabo de unas horas una somnolienta languidez, y al fin maravillosas visiones de los mismos arcanos y secretos íntimos del Universo, además de estimular el placer sexual más allá de todo lo imaginable; y no crea hábito. Para los gustos más modestos creo que debería haber cerveza. ¿Qué más, qué más habrá en la ciudad de la alegría? La sensación de triunfo, desde luego, la celebración del coraje. Pero así como prescindimos del clero, prescindamos de los soldados. La alegría construida sobre una matanza victoriosa no es una alegría limpia; no conduce a nada, es temible y es frívola. Una sensación ilimitada y generosa, un triunfo magnánimo que no nace de la hostilidad contra un enemigo externo sino de la comunión entre las almas más refinadas y bellas de los hombres de todas partes y el esplendor del verano del mundo: esto es lo que inflama los corazones de la gente de Omelas, y la victoria que celebran es la victoria de la vida. En realidad no creo que muchos necesiten tomar druz.
La mayoría de las procesiones ha llegado ahora a los Campos Verdes. Un maravilloso olor a comida brota de los puestos rojos y azules de los proveedores. Los niños tienen pegotes deliciosos en la cara, de la benigna barba gris de un hombre cuelgan dos migajas de un rico pastel. Los jóvenes y las muchachas han montado a caballo y se están agrupando alrededor de la línea de largada de la pista. Una vieja, baja, gorda, risueña, está repartiendo flores de un canasto, y hombres jóvenes y altos usan las flores en la melena brillante. Un niño de nueve o diez años está sentado en el linde de la muchedumbre, solo, tocando una flauta de madera. La gente se detiene a escuchar, y sonríe, pero nadie le habla porque el niño nunca deja de tocar y nunca ve a nadie, los ojos oscuros profundamente sumidos en la magia dulce e inaprensible de la melodía. Concluye, y baja lentamente las manos que empuñan la flauta de madera. Como si ese pequeño silencio privado fuera la señal, la trompeta trina de repente en el pabellón de la línea de largada: imperiosa, melancólica, penetrante. Los caballos corcovean, y algunos responden con un relincho. Serenos, los jóvenes jinetes acarician el pescuezo de los caballos y los tranquilizan, susurrando: “Calma, calma, mi belleza, mi esperanza…” Empiezan a formar una fila en la línea de largada. Junto a la pista, las multitudes son como un campo de hierba y flores al viento. El Festival del Verano ha comenzado.
¿Lo creéis? ¿Aceptáis el festival, la ciudad, la alegría? ¿No? Pues entonces describiré algo más.
En los cimientos de uno de los hermosos edificios públicos de Omelas, o quizá en el sótano de una de las amplias moradas, hay un cuarto. Tiene una puerta cerrada con llave, y ninguna ventana.
Un tajo de luz polvorienta se filtra entre las hendijas de la madera, después de atravesar una ventana cubierta de telarañas en alguna parte del sótano. En un rincón del cuarto hay un par de estropajos, duros, sucios, hediondos, junto a un balde oxidado. El suelo es mugre, un poco húmeda al tacto, como suele ser la mugre de los sótanos. El cuarto tiene tres metros de largo por dos de ancho: una mera alacena o galpón en desuso. En el cuarto está sentado un niño. También podría ser una niña. Aparenta seis años, pero tiene casi diez. Es débil mental. Tal vez lo es de nacimiento, o quizá lo imbecilizaron el miedo, la desnutrición y el descuido. Se escarba la nariz y de vez en cuando se palpa los pies o los genitales, mientras está acurrucado en el rincón más alejado del balde y los estropajos. Tiene miedo de los estropajos. Le parecen horribles. Cierra los ojos, pero sabe que los estropajos están todavía allí; y la puerta tiene llave; y no vendrá nadie. La puerta siempre tiene llave; y nunca viene nadie, excepto que a veces el niño no comprende el tiempo ni los intervalos de tiempo, a veces, la puerta cruje horriblemente y se abre, y entra una persona, o varias personas. Una de ellas quizá se acerque y patee al niño para obligarlo a levantarse. Las otras nunca se acercan, sino que lo observan con ojos aprensivos y asqueados. Le llenan apresuradamente el cuenco de comida y la jarra de agua, cierran la puerta, los ojos desaparecen. La gente de la puerta nunca dice nada, pero el niño, que no siempre ha vivido en ese cuartucho, y puede recordar la luz del sol y la voz de la madre, a veces habla. “Me portaré bien”, dice. “por favor, quiero salir. ¡Me portaré bien!” Nunca le responden. Antes el niño pedía ayuda a gritos durante la noche, y lloraba mucho, pero ahora sólo emite una especie de quejido, “ueh-haa, eh-haa”, y cada vez habla menos. Es tan raquítico que no tiene pantorrillas; le sobresale el vientre; se alimenta de medio cuenco de cereal y grasa por día. Está desnudo. Las nalgas y los muslos son una masa de úlceras infectas, pues está continuamente sentado sobre sus propios excrementos.
Todos saben que está ahí, todos los habitantes de Omelas. Algunos han venido a verlo, otros se contentan meramente con saber que está ahí. Todos saben que debe estar ahí. Algunos entienden por qué, y algunos no lo entienden, pero todos entienden que su felicidad, la belleza de su ciudad, la ternura de sus amistades, la salud de sus hijos, la sabiduría de sus eruditos, la habilidad de sus artesanos, incluso la abundancia de sus cosechas y el aire templado de sus cielos, dependen absolutamente de la abominable desdicha de este niño.
Normalmente explican esto a los hijos cuando ellos tienen entre ocho y doce años, cuando parecen capaces de comprenderlo; y la mayoría de los que vienen a ver al niño son personas jóvenes, aunque muchas veces hay adultos que vienen, o vuelven, a ver al niño. Por precisas que sean las explicaciones que han recibido, estos jóvenes espectadores siempre se escandalizan y asquean ante el espectáculo. Sienten náuseas, aunque se creían por encima de esa sensación. Sienten furor, ultraje, impotencia, pese a todas las explicaciones. Les gustaría hacer algo por el niño. Pero no pueden hacer nada. Sería bueno poder llevar al niño a la luz del sol, sacarlo de ese lugar aberrante: limpiarlo y alimentarlo y confortarlo; pero si se hiciera, la prosperidad y la belleza y el deleite de Omelas se marchitarían y secarían ese mismo día, esa misma hora. Esas son las condiciones. Cambiar toda la bondad y gracilidad de cada vida de Omelas por esa sola y pequeña buena acción, perder la felicidad de miles por la posible felicidad de uno: por cierto eso sería abrir las puertas a la culpa.
Las condiciones son estrictas y absolutas; al niño no se le puede dirigir ni siquiera una palabra de cariño.
A menudo los jóvenes vuelven a casa llorando, o tan furiosos que no pueden llorar, cuando han visto al niño y han enfrentado esta paradoja atroz. Quizá cavilen semanas o años. Pero con el tiempo empiezan a comprender que aunque soltaran al niño la libertad no le brindaría muchas cosas: el placer vago y pequeño de la tibieza y la comida, sin duda, pero no mucho más. Está demasiado degradado e imbecilizado para gozar realmente de la alegría. Ha temido demasiado tiempo para estar libre del miedo. En verdad, después de tanto tiempo es probable que fuera infeliz sin paredes que lo protejan, sin oscuridad para los ojos, sin excrementos donde sentarse. Las lágrimas vertidas por esa atroz injusticia se secan cuando empiezan a entender la terrible justicia de la realidad, y a aceptarla. Sin embargo esas lágrimas y esa furia, la generosidad puesta a prueba y la aceptación de la impotencia, son tal vez la verdadera fuente del esplendor de sus vidas. No gozan de una felicidad vaporosa, irresponsable: Saben que ellos, como el niño, no son libres. Conocen la compasión. La existencia del niño, y el hecho de que ellos conozcan su existencia, posibilita la nobleza de su arquitectura, la hondura de su música, la profundidad de su ciencia. Es por causa del niño que tratan tan bien a los niños. Saben que si ese desdichado no estuviera acurrucado en la oscuridad, el otro, el flautista, no podría ejecutar una música alegre mientras los jóvenes y bellos jinetes se alinean para la carrera al sol de la primera mañana de verano.
¿Ahora creéis en ellos? ¿No son más convincentes? Pero hay algo más para contar, y esto es absolutamente increíble.
En ocasiones, uno de los adolescentes que vino a ver al niño no vuelve al hogar dominado por la furia o el llanto, no vuelve simplemente al hogar. De vez en cuando un hombre o una mujer de más edad guardan silencio un par de días, y luego se van. Esta gente sale a la calle, y echa a andar hasta salir de la ciudad de Omelas por las hermosas puertas. Siguen caminando a través de las tierras de labranza de Omelas. Cada cual va solo, muchacho o muchacha, hombre o mujer. Cae la noche; el viajero debe atravesar callejas de aldeas, entre casas con ventanas iluminadas de amarillo. Y luego salir a la oscuridad de los campos. Siempre solos, van al oeste o al norte, hacia las montañas. Siguen adelante. Abandonan Omelas, siguen caminando en la oscuridad, y no regresan. El lugar al cual se dirigen es un lugar aún menos imaginable para la mayoría de nosotros que la ciudad de la dicha. Ni siquiera puedo describirlos. Es posible que no exista. Pero ellos parecen saber adónde van, los que abandonan Omelas.

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